Habría que preguntar a Universal Pictures, la productora de
Tiburón, por qué continuó con la
saga cuando la bestia muere en la primera entrega. El seguimiento de la familia se debió, posiblemente, al dinero que ha generado. El fascículo nuevo de Santiago Segura obedece al mismo patrón. El surgimiento de un público adicto a sus películas le incita a continuar cultivando la falta de originalidad y el tirón que unos actores conocidos producen. Su alcance aprovecha la hipnosis creada en un espectador fiel que, afortunadamente, no identifica al cine español de calidad. El vómito reciente de su trilogía triunfa excelso en la narración repetitiva, raquítica, alejada de la novedad que pretende sorprender, con la introducción de elementos familiares en época de belenes domésticos. Es un artículo de consumo ultrarrápido con la única intención de hacer taquilla gracias a nombres conocidos y ambiente burgués que no define define a la clase media hispana. Tiene la misma gracia que encontrarse un botijo vacío con cuarenta y cinco grados a la sombra. Es como rosigar turrón en agosto comprado durante las rebajas tachadas en un calendario caducado.