El amor hacia otra persona no siempre conlleva una carga sexual. Marija Kavtaradze, para abrir boca, presenta un inicio de erotismo convencional, donde fluidos e intenciones se mezclan de apasionados. La fuerza del primer plano inunda los recovecos que la imaginación humana deja estériles. Su efusividad en pleno juego pasional (muy adolescente) abre las puertas a espíritus emocionales que disfrutan el encuentro de manera distinta.
Slow hace honor al título para comenzar de una manera lenta pero ardiente, cargada de impulsividad hormonal. Es lo que tiene el amor: muchas veces se confunde con la satisfacción de necesidades biológicas que llevan implícitas píldoras de conexión mística. El largometraje se envuelve en la incomodidad inicial de no saber a lo que te enfrentas, de presentar una situación que no ofrece alternativa a elucubrar sobre lo que viene después. Poco a poco, esa efusividad amatoria se convierte en caricia. La querencia de Dovydas no está unida al goce carnal, como su asexualidad declara. Elena es una mujer de físico musculado y elástico. Esta profesora de gimnasia cuida su cuerpo como herramienta de trabajo plantando cara a un entorno familiar incómodo que encierra traumas. Un encuentro laboral entre ambos facilita que la química fluya. La comunicación genera plasticidad en un grupo de niños sordomudos que ven en la
danza la expresión de su bienestar personal. Los cuerpos hablan en las escenas de baile, ligeros y sudorosos. La predisposición de Elena para explicar la coreografía contrasta con la frialdad con que Dovydas traduce las palabras en signos. Son príncipe y princesa de un reino sin límites.