Donal Trump inicia la cuadragésimo quinta presidencia de los Estados Unidos a medio camino entre el espectáculo y la sorpresa. La carrera hacia la Casa Blanca ha consumado su final después de casi diecinueve meses entre augurios fatalistas y advertencias de predicador nacionalista. El pueblo norteamericano eligió a Trump para su gobierno; hoy contempla su coronación todopoderosa, engalanada por el protocolo bíblico. Adiós “Yes, We can”; hola “America first”. A varias manzanas de distancia, la fiesta se ha convertido en batalla campal movida por quienes hacen del enfado bilis agresiva.
En su discurso inaugural, Trump se dejó llevar por el tirón que todo populismo electoral regala, volviendo a prometer lo inexplicado y recuperando el espíritu nacional de calavera prehistórica. Arremetió contra todo y todos: políticos primero, y, de manera sacerdotal, contra los propios americanos advirtiendo de que él, y sólo él, está por debajo de Dios. Sus palabras, y sentimientos, son el ejemplo del fascismo en estado puro, proclamando prosperidad sin evaluar el coste. Prometió un nuevo Wonderland, otro Alicia en el País de las Maravillas con una nueva América que dejará de ser la tierra de las mil danzas para convertirse en la sintonía de sus única canción megalómana, el pentagrama de una sinfonía que se mueva al ritmo de su música. Hoy, más que nunca, creo en que el poder del pueblo será devuelto al pueblo mientras cae un gobernante antisistema que acusa a los políticos de llenarse los bolsillos con el sudor del pueblo. Su retrato fotográfico congregó en una postal de la Gran depresión a los americanos ninguneados por el sistema, llamó con sus palabras llenas de grandilocuencia peligrosa a renacer el espíritu nacional de las barras y estrellas.

La primera intervención del Trump como político oficial ha estado llena de mensajes en una botella llena de advertencias en clave nacionalista y fronteriza queriendo abrir las alforjas de la solidaridad, porque “seamos blancos, negros o marrones, todos llevamos la misma sangre roja” (de patriotas). Aferrado a su proteccionismo caudillista nos ha hecho creer que hoy acaba el terrorismo, las bandas, la falta de escuelas, la desprotección de los hijos. También se acabó dar dinero a otros ejércitos, defender las fronteras de otras naciones abandonando la suya. Hoy, más que nunca, creo en el poder de los muros derribados.

Es tiempo para construir nuevas carreteras y aeropuertos a lo largo de su gran nación con mano estadounidense; de recuperar la riqueza entregada a las hienas extranjeras; de crear un nuevo sol que salga por el nacionalismo y se ponga bajo el americanismo a ultranza; de reforzar alianzas y fundar otras nuevas; de impedir que los cachorros del terrorismo islámico vuelvan a ser entrenados por la CIA.
Hoy, más que nunca, creo que la retórica de Trump no responde a las aspiraciones del pueblo americano ni del palestino, ni del mejicano, ni del europeo crítico. Creo en la eficacia de una Administración que trabaje por y para el norteamericano. Creo en la lealtad de un gobierno que haga de la justicia su bandera, (sin convertirla en propaganda). Creo en la economía que no imponga las inversiones privadas a la públicas. Creo en la presión popular que no perdone un solo error a la Casa Blanca. Creo en el ciudadano honesto que confía en su presidente, todavía más honrado. Creo en un Donald Trump que no haga de la política un juego empresarial ni una historia de soldaditos camaradas. No creo en su discurso zafio escupido a masas indefensas, obnubiladas por el cambio deseado. Tampoco me inspira confianza el patriotismo que hace de una nación libre el feudo de unos ideales fascistas. No creo en las águilas imperialistas que vigilan, con mirada espía, montañas, valles, desiertos ni metrópolis anónimas.
Hoy, más que nunca, creo en que el Pato Trampas jamás gobernará mi corazón.