Si el orgullo gay es una cuestión de banderas: apaga y vámonos. Me río ante quien se indigna porque no saquen al bacón del consistorio su insignia, como si se tratara de un símbolo inmortal. El aumento de la problemática generada por la intolerancia institucional y social es más preocupante. El autobús, las calles, los cines, los escaparates y el boca a boca sirven de escenario para hacer de conductas irregulares normalidad. ¿Qué es más cuestionable: el lugar donde se implantan o su presencia? La guerra de banderas patrimonializa los signos. Los partidarios de que el estandarte del arcoíris luzca ondeante al sol la quieran grande y lustrosa sin que la sombra roja y gualda tape su presencia. Miren ustedes, partidarios y contrarios al despliegue de la identidad banderillera: tanta insignia totémica alimenta el fetichismo patriótico; reivindica durante unos días la fiesta mercantil de la reivindicación sexual. Entiendo que las minorías, algunas ya no tanto, busquen la necesidad de reafirmarse pero ¿no sería mejor que en vez de centrar esfuerzos en la crítica sobre la ubicación y el tamaño de la banderola nos preocupáramos en no insultar ni agredir a la diversidad amatoria? ¿Dónde están las banderas de las kellys, de las mujeres maltratadas, las personas que sufren la violencia de género, de la lucha contra la pederastia? Y, puestos a exprimir la imaginación, ¿dónde está la bandera que reivindique la identidad de mi sombra? Andamos en un sociedad tan imbuida en la soledad que, a base de símbolos, intentamos suplir las carencias humanas. |
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