El nombre y el argumento asustan por su cariz de película biográfica. El recuerdo engarza con el presente sin molestar. Judy, durante el invierno de 1968, es una mujer sola con una relación familiar destrozada; experimenta el encuentro con el público; el despertar de su juventud robada. Su trayectoria: una pieza teatral sobrecogedora que aguanta la borrasca. La espiral decadente encuentra la luz en la chispa juvenil que encarna Finn Wittrock, recordado por
El blues de Beale Street. Renée Zwengeller, en el papel de Judy Garland, se apodera del personaje hasta alargar su caída y conseguir que, cantando al arcoíris, cruce las puertas de la inmortalidad. Su intensidad, a pesar de un final postizo, refuerza la tragedia del drama contaminado. Louis B. Mayer, presidente y productor de la MGM, la catapultó exprimiendo su talento como empresario sin escrúpulos que hizo de la esclavitud un trabajo legal para Judy. Sólo encuentra obstáculos donde antes todo eran puertas abiertas, desde el hotel que frecuentaba. El cine está presente con la Metro y el espejismo de
Harvey Weinstein retratado en L.B., el deseo emprendedor de Finn por abrir cines bajo el nombre de Judy Garland como ilusión desafortunada, la aparición de Liza Minelli en una fiesta privada llena de espíritu hollywoodense, la chispa que Judy sintió con Mickey Rooney, la figura del seguidor incondicional endulzada por Stan y Dan.