El principio embelesa con música de pureza clásica en un primer plano de la vida a corazón abierto. Es la metáfora de la delicadeza visceral: su fortaleza y la lucha por seguir existiendo entre latidos rítmicos. Su imagen quirúrgica, alejada de la repulsión, tranquiliza mientras convierte principio y fin en unidad. Presenciamos el apagón de una vida que al detenerse participa de los últimos latidos y la frustración médica incapaz de hacer bien su trabajo. Lanthimos, en un redoble de ironía, muestra la exclusividad de galenos trajeados entre chistes morbosos que provocan risas macabras en un ágape médico figurante.
La aparición de Martin (
Barry Keoghan) irá cerrando vínculos con el médico protagonista hasta descubrir su intencionalidad y el por qué de exigencias siempre medidas en un tono tan sosegado como cruel, escoltado por la insensibilidad de quien amenaza sin empuñar un arma blanca y no repara en exhibir una sed vengativa extrema.
El ambiente sórdido esta lleno de brutalidad civilizada (la más difícil de representar) entre amenazas sentenciadoras que abogan por el escarmiento como única vía para saldar cuentas pendientes. Funciona como elemento comunicativo, tira del arnés cada vez más tenso dentro del terror psicológico: escalofrío que proporcionan diálogos paseantes por pasillos largos que recuerdan a
Stanley Kubrick. La atmósfera viciada por la insensibilidad hospitalaria los protege gracias a una fotografía que se recrea en la profundidad de campo de belleza rectilínea. Su oscuridad y dureza se encargan de impulsar la sensación de sacrificio anexo a la maldición satánica que no deja de corretear por cada rincón de una película angustiosa y delirante. Observamos a Lanthimos en su máximo esplendor abstracto y violento, obligado a ofrendar su integridad.