Hay películas a las que es imposible salvar; es más, aburre escribir una crítica negativa sobre algo inclasificable (por abajo). Es el caso de
Kin, un largometraje tan insulso como vacío. El comienzo explosivo, nunca mejor dicho, revienta cualquier neurona de inteligencia que pueda resistir una detonación tan impersonal. Lo que parece ser una demolición urbanística es, como finalmente se sabe, un acto de defensa hacia el protagonista. Este líder futuro de un mundo lejano encuentra sus raíces tras un peregrinaje por lo más oscuro del delito. Engañado por el presente, es un elemento de paja que, sin saber a cuento de qué, aparece en escena como el chatarrero imberbe que se gana la vida con el sudor de sus rapacería. El principio de un mundo posapocalíptico se fragua con tranquilidad misteriosa. Este arranque con carga social y moralina no pinta mal; sin embargo, el guión se tuerce cuando los personajes empiezan a ocupar su vida: desde el hermano presidiario, que acaba de salir de chirona, hasta el padre duro que educa a su hijo bajo preceptos que algunos calificarían de violencia doméstica.
Cansado de la vida, este afroamericano criado en las calles se convierte de la noche a la mañana en pistolero galáctico. El arma tan sofisticada como desconocida que llega a sus manos tiene pinta de misil balístico propio de
Arnold Schwarzenegger. Poner en manos del infante tierno un bicho tan pesado, y mortífero, es rocambolesco y cómico. El trasto le cambia la vida suspendido en el miedo de lo desconocido. El pasado turbio de su hermano los envuelve en un huida llena de persecuciones, con chica incluida que es salvada de las garras del club de carretera. Milly añade algo de sabor jipy que no endereza la trama. Unos alienígenas se dedican a perseguir un arma como agua en el desierto, mitad ninjas mitad
Terminators.
Kin es todo un despropósito que se cierra con un giro errático que intenta justificar la procedencia del chaval y su destino futuro.