Forrest Tucker es el ladrón de bancos que todo director querría tener: un jubileta bonachón que se divierte desvalijándolos con la educación como tarjeta de identidad. Ni una gota de sangre derramada, ni un disparo al aire, sólo deja carisma y encanto. Su estampa no cuadra entre rejas mientras la leyenda le persigue con más intensidad que los barrotes.
Forrest Tucker fue un autodidacta de las fugas intensivas que siempre trató con respeto: desde su primera escapada entre sábanas a los 13 años hasta burlar la seguridad invulnerable de
San Quintín. Ahora, Tucker es el septuagenario cortés que se toma la vida como una paseo alegre mientras despoja a los bancos con elegancia admirada y temple admirable. Tucker es el último vestigio de
Los Carrozas, una pandilla de bandidos ancianos que emplearon su encanto en vez de la agresión para embaucar a miles de personas. Tucker no se cansa de jugar desafiando a la edad. Todo es tan delicioso con
Robert Redford que hasta los malos son buenos; el resto, sobra. Resulta imposible no enamorarse de Tucker y Redford al mismo tiempo, de esa madurez juvenil que nunca envejece.
El protagonista de
El golpe o
Dos hombres y un destino puso en jaque a la justicia sin ocultarse de ella. Mister Redford levanta con su presencia cálida el magnetismo de una actuación sencilla para la que hace falta dominar las tablas; transmite ese aire de cordialidad que su rostro, arrugado por la edad, conserva intacta.