El primer largometraje de
Sameh Zoabi se construye bajo la premisa de un metacine cercano y universal. Los telares internos y el caos que acompañan al rodaje de la serie televisiva
Arde Tel Aviv impulsan este cine sobre el cine conducido por los excesos telenovelescos. El ojo de la cámara enfoca el encuadre para crear mundos reales dentro de un decorado con textura de cartón y acuarela. El dedo del productor señala sin eficiencia, se desquicia. El culebrón es un desfile de identidades estrafalarias y comunes: desde el ayudante transparente que, sin escribir una línea en su vida, se convierte en guionista hasta el militar con músculo creativo; su mujer, entusiasta de los folletines audiovisuales; el militar israelí armado hasta los dientes que invita a la inmolación o pacientes de hospital que amortiguan las dolencias con intrigas confitadas. Los encuentros diarios entre este coronel venido a estrella y el ingenio de un chico de los cafés que ha encontrado su sitio convergen en el alcance de su sueño cinéfilo. En medio, no falta el humus como regalo culinario con intenciones cobistas y burlas en la cara.