La esperanza está presente desde la creación de un idioma ficticio imposible de verificar su autenticidad en una película acartonada por un dramatismo refugiado en el temor. El elemento idiomático será el salvoconducto para emprender una vida nueva preparando
kebabs de lujo con sabor a salchicha de Frankfurt.
La superioridad del capitán Klaus Koch es la contribución aria del enfermo bipolar, el deseo perfeccionista que busca escapar a
Teherán cuando todo acabe. No se trata del fanático que no quiere servir a la causa eterna del
Tercer Reich mientras su misión cumple a pies juntillas la
solución final.
El argumento defiende un hecho real encorsetado en el rigor de la dureza exigida por el momento pero es tan académico que apenas produce compasión. Gilles, interpretado por el protagonista de
120 pulsaciones por minuto, será recordado con esa cara asustada que conserva una tensión escrupulosa. Las miradas se cruzan en un diálogo de palabras inventadas entre la superioridad del militar obsesivo y el miedo obligado del esbirro que carga con una responsabilidad doble: esconder la personalidad verdadera y escenificar la farsa que despiste su embuste. La relación superficial alumno-enseñante pasa de largo ante la que acosador y acosado sostienen.
El profesor de persa ejemplifica la debilidad del perfeccionismo en el orgullo y el convencimiento que la necesidad produce en la víctima. La picaresca de esta resistencia se agarra a la mentira para salvar las balas fusileras.