Robert De Niro conserva vivo el recuerdo de Taxi Driver. Nadie duda de sus cualidades como actor a los 77 años, y 57 de carrera, aunque la vejez ha pasado factura sin necesidad de recurrir al maquillaje. Quizás se ha dado cuenta de que es más importante pagar las facturas que escuchar al corazón y que eso de perseguir un sueño le viene pequeño.
En guerra con mi abuelo es una oportunidad golosa para recibir dinero haciendo el tonto en vez de migajas insultantes. Los reflejos sustituyen rapidez por experiencia. Al actor no le tiemblan las piernas a pesar de la edad y las mojigaterías que presumen de tener corazón humorístico. El icono cinematográfico se postra ante la temática blandengue para demostrar que él, además de tipo duro en
El irlandés, con Scorsese al mando, sabe hacer de yayo inocente que entra en conflicto con su nieto por un pedazo de casa donde es recibido con sensaciones enfrentadas. Se presenta como un
Rambo hogareño para quien la mala leche, una vez cabreada, juega las tretas del diablo que sabe más por viejo que por demonio. Tim Hill le convierte en otro muñeco para su estantería de director infantil donde reposan Garfield, Alvin y las ardillas, el conejo de
Hop, alguna gata gruñona o Bob Esponja.