La trayectoria del director
Jean-Jacques Annaud como cineasta durante más de cinco décadas es indiscutible. Con
Arde Notre Dame reconstruye un hecho fresco en nuestra sensibilidad, haciéndonos pasar un rato desagradable junto al esqueleto quemado de la catedral. Todos sabemos lo que allí sucedió el
15 de abril de 2019 y aunque muchos no lo vivimos de cerca, todos fuimos parte de su corazón, sentimos impotentes la violencia con que las llamas arrasaron parte de esta joya gótica. Annaud deja en el aire la mano humana como culpable posible del suceso sin señalar a nadie. El comienzo da pistas de un cineasta inteligente que sabe introducir al espectador por el camino de la expectación. El interés se centra de la reparación quirúrgica de una osamenta tocada por el tiempo. Aunque conocemos los pasos siguientes, el instante se vive sin precipitación. Los prolegómenos del desastre se introducen con suavidad y verismo situacional donde las palomas tienen su protagonismo. La dramatismo de imágenes rutinarias radica en la contundencia de los hechos posteriores. Se lanzan claves sin adelantar acontecimientos que abren caminos a la especulación de hipótesis sin investigar. La desgracia va gestándose lentamente como centro de la trama, más interesante que el desarrollo posterior. Las escenas de tranquilidad engañosa se confunden con la ingenuidad de quien interpreta las alarmas como broma sobre lo impensable. El avance del fuego es imparable en una recreación del pasado donde el papel del
Cuerpo de Bomberos de París (BSPP) fue decisivo. La confusión que desborda la magnitud de este desastre está controlada mientras Annaud contiene a sus personajes en busca de la salvación. Las llamadas de emergencia y su movilización son los actores principales de una angustia que asfixia más al espectador que el turista, guiado por una incógnita momentánea. Sólo fuera de la pantalla se sabe lo que viene después y eso agobia mucho.