El pánico cinematográfico más efectivo es aquel que mantiene viva la llama de la sospecha con imágenes que no abusan de la violencia ni los efectos especiales, el que se basa en el horror sin necesidad de mostrar una cara. Sin adentrarse en el campo sicológico, el susto no es propiedad de los alaridos ni de monstruos fabricados para que el argumento se despeñe por el barranco del miedo. El factor cultural se impone desde el comienzo de un largometraje que no busca acomodarse en los cánones del susto previsible. La adolescencia reivindica su espacio en este tebeo étnico donde llevar el peso de la acción juega con la rebeldía y la lucha frente a lo sobrenatural. Sam es la embajadora de la integración en una cultura alejada de sus orígenes. Tiende a funcionar como puente entre el exotismo de su procedencia y el desconocimiento occidental. No reniega de tradiciones que tampoco quiere sobrevalorar. En el lado opuesto del tablero se encuentra Tamira, su compañera de cultura y nacionalidad, defendiendo al personaje impenetrable. Un bote a modo de
lámpara de Aladino demoníaco enriquece su aspecto desastrado. Su polvo esconde la forma de un engendro que toma un protagonismo decidido a hacer travesuras protocolarias. Es la mancha del miedo cercano al esputo. Esta pesadilla con sabor a
Sitges absorbe más modorra que insomnio. El villano se mueve entre la espiritualidad y la maqueta de diseño.