De las películas que han abordado la figura de Napoleón Bonaparte, pocas han respetado el idioma nativo del golpista convertido en dictador. Ridley Scott se suma a quienes proporcionan una identidad lingüística lejana a la plasticidad francesa. Este es el primer aspecto que produce rechazo en un largometraje ostentoso en forma, liviano en contenido y parco a la hora de trabajar el perfil del protagonista. Napoleón aparece como otra pieza de un rompecabezas histórico con trazos belicosos. ¿Dónde está el hombre con sus dudas y enfrentamientos, con sus opositores políticos y habilidades militares? El corso retratado por el director británico es una pegatina que tapa los agujeros de una proyección insuficiente y duración excesiva. La visión individualista de la celebridad olvida al hombre de Estado, al estratega, al negociador o al sujeto eufórico en su endiosamiento imperial. La profundización en el icono emblemático, con fobias y aciertos, pasa de largo en este empalago visual.
Napoleón nos introduce a golpetazos guerreros en enfrentamientos históricos convertidos en carnicerías donde ni triunfo ni derrota se saborean. En vez de ahondar en la semblanza de un momento histórico con sosiego, se hace un recorrido anecdótico con aires bufones. Este tratamiento simplifica el peso de Napoleón Bonaparte. Apenas conexo a la
Revolución Francesa que lo aupó ni siquiera existen referencias al apoyo eclesiástico que recibió tras el fracaso de un
complot contra su persona. Ridley Scott quiere dejar un legado cinematográfico próximo a las superproducciones centradas en lo impactante del plano largo y la concentración de extras. Mientras, descuida la riqueza de la sencillez gestual o los silencios. Su trigésimo segunda película muestra a un símbolo histórico que no destaca por sus cualidades políticas, revolucionarias, militares o estadistas. Es un figurín con galones autoproclamados, exhibidos en los conflictos que protagonizó. La narración está bien como muestrario rápido por el recorrido de sus andanzas combatientes. Las menciones irrelevantes a los encuentros amorosos, la necesidad equina de aparearse o la concepción de la mujer como elemento procreador engrosan los atributos de un hombre castrado emocionalmente. La obsesión sucesoria del varón que perpetúe la extensión de sus conquistas, más alineadas a
Hitler que a
Alejandro Magno, complementa las vísceras aprovechadas por los buitres. Este conjunto napoleónico puede entretener sin emocionar.