Miguel de Unamuno, filósofo y escritor, fue un hombre de frases. El intelectual vasco fue salmantino de adopción y ciudadano del mundo. Sus carnes sintieron la manipulación de una época que lo zarandeó entre esperanzas y desilusiones; aciertos y equívocos. El material nuevo de Alejandro Amenábar es un retorno líquido al 1936 sangrante que, poco a poco, se va quedando sin testigos presenciales. Las opiniones menos respetuosas convertirán a Mientras dure la guerra en leña del árbol caído; incluso será pisoteada por ojos que no la vean porque el temas les repudia. Está destinada a abrir llagas. Una vez más, los acontecimientos pasados se reinterpretarán con adaptaciones personalistas. Y, valga el momento para decirlo, ¿existe algo tan repelente como arremeter contra la autenticidad del hecho histórico con la artillería pesada del odio? Las banderas ganarán el terreno a la universalidad mientras las víctimas perderán sus raíces.
Hay que agradecer la lectura que Amenábar presenta sobre los inicios de la España sombría mientras hace de un intelectual el eje en torno al que gira la realidad dolorosa del yo y mis circunstancias orteguiano.
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Miguel de Unamuno, controvertido y gran discutidor, fue incomprendido por los tiempos, confiado inocente y visionario. Esta víctima del momento se dejó arrastrar por una mentira, amó la República, se sintió traicionado por ella y pronosticó un escenario de bestialidad doctrinal. Amenábar, lejos de hacer cine político, se enfrenta al recuerdo del bochorno que no podemos ni debemos olvidar. Mientras dure la guerra es el plano-secuencia del sentido cíclico de una Historia que si desconocemos, según Paul Preston, estamos condenados a repetir sus errores. El ilustrador de la decadencia en Ágora conecta pasado y presente con los ataques verbales de Francisco Maldonado a Cataluña y el País Vasco. ¿Vivimos o no en un mundo unamuniano dirigido por la fuerza de la palabra? Lo incuestionable es la admiración que debemos sentir hacia las personas que gracias a la lengua construyen la memoria.
El cineasta hispano-chileno se la ha jugado, después de la fallida Regresión, con un tema manido que se apellida peligroso aunque, a veces, el collar es más caro que el perro. Entender su película como una provocación equivale a sobrevalorarla. Aunque merece el respeto hacia un trabajo bien hecho, no se pueden pedir peras al olmo. Tampoco se trata de una obra mayor: es correcta en la técnica, honrada, alejada de los saltos mortales. Amenábar es un documentalista de ficción inteligente porque sabe que le van a llover ostias por todas partes, con lo que se asegura publicidad gratuita fija. Mientras dure la guerra funciona como relato que no busca herir sensibilidades en un museo enriquecedor de personajes. El vasco Karra Elejalde, sin hacer un papelón, defiende la figura protagónica con dignidad. Eduard Fernández desnuda la parte más negra de la condición humana en la sombra de José Millan Astray: el novio inválido de la muerte. Es, por derecho, el impulsor de este drama histórico con su inmersión miliciana de seudocaudillo mutilado. Franco se deja ver como monigote bonachón entre silencios y miradas indecisas e impropias del generalísimo futuro. No representa la figura que durante 40 años se apoderó de este país con mano férrea. El maquiavélico Nicolás Franco tiene más protagonismo en las decisiones del dictador que su hermano. En este álbum con olor a naftalina no puede faltar el peso del óxido tradicionalista en figuras dieciochescas como el general Luis Valdés Cavanilles, la consagración a una entrega familiar vacía de Carmen Polo, la cercanía onírica de Unamuno a su mujer, los momentos de intimidad con su nieto dibujando una delicadeza irrepetible en la cinta. Sin olvidar a los hunos y los hotros de Don Miguel. |