El cine negro acaba siendo tan oscuro que irrita las pupilas y la paciencia del espectador curioso. La manía por entorpecer lo sencillo con momentos tórridos (de maldad y deseo) complica las cosas cuando los cariños verbales se convierten en apellidos repetitivos, de intensidad sofocante. El culebrón triunfa sin grandes esfuerzos. ¡Qué bien siente ser joven cuando los protagonistas de momentos simplistas paladean un estilo de vida desenvuelto, donde el problema principal de uno es la paternidad mientras que la otra parte no desea hablar del tema ni por asomo. Este germen del distanciamiento destruye en vez de cimentar, hace a las personas vulnerables lejos de acercar posiciones y llamar a una reconciliación dolorosa pero no imposible. La pareja perfecta, con imperfecciones y anhelos enfrentados, hace de la convivencia un lecho común artificial, en gran parte debido a interpretaciones artificiales. Produce rechazo con su pérdida de autoestima mientras se deja seducir fácilmente por un pasado que renace disfrazado de cordero.
David y Álex viven en un mundo alejado del
mileurismo como estereotipos del gai sin problemas económicos, acosados por el pretérito individual con ganas de fastidiar una rutina burguesa entre gestos de amor homosexual. Su acaramelamiento sintáctico neutraliza un suspense frustrado que agoniza en el fuego de su inconsistencia. La comunicación agobiante con lenguaje de telenovela mejicana mala no admite cuestionamientos sobre una validez presumible. Hay mucha cosmética y poca sinceridad varonil. Pedro Casablanc aporta algo de savia donde sólo existe desierto. ¿La paternidad ha servido como pretexto para modelar vivencias conectadas que no son tan liberales como parecen? Todo es falso y previsible en un contexto que hace del presente una pesadilla con cuerpo de hermana vengativa.