El artista místico inglés
William Blake comienza su poema
Augurios de inocencia con el verso
Para ver el mundo en un grano de arena. El director Damien Chazelle aplica estas palabras al cine bañadas de exceso. Exceso encontrado desde el principio hasta el final de su largometraje, mirado desde cualquier ángulo, analizado con lupas diferentes que proporcionan ópticas distintas. La forma de Chazelle ha querido emular una epopeya extensiva sin poso cinematográfico en la historia del séptimo arte. Su análisis estilístico hace del barroquismo visual un remo que compagina con paladas tan acertadas como innecesarias.
Babylon es un homenaje al cine aparatoso de intención ilustrativa, al aluvión histórico y fuerza sicodélica final, magno en duración y descarriado en impacto. Chazelle no oculta su aparotisidad creando ruido visionario sobre un oficio que terminará engullido por su mutación a industria. La exuberancia se baña en la orgía de la ostentación, la necesidad de sentirse sobrehumano, pronosticando una
caída de los dioses que el tiempo convertirá en monstruos corporativistas donde el actor es parte de un engranaje cada vez más deshumanizado. El cineasta francoestadounidense, que recordamos por su corazoncito en
First Man (El primer hombre), se lanza al pozo del tributo. El cambio ya instaurado crea un
mundo feliz que acabará como el
rosario de la aurora. El desgaste desinfla a unos caminantes mientras que otros, u otras, ven como su crecimiento cae de manera vertiginosa, algunos se bañan en el recuerdo al estilo
Cinema Paradiso. Si aceptamos
Babylon como parte de la estructura gramatical
lo que el viento se llevó, entonces sí que es cine.