Una llave, como protagonista secundaria, abre las puertas del infierno por un motivo doble: el momento trágico que pronostica y su forma enrevesada de jugar con el tiempo. También encierra un secreto, guardado entre hermanos, que discurre desde la inocencia infantil hasta su culpabilidad adulta. Silenciosa. La mezcla de estos elementos supone una tortura para el espectador que busca llanuras tranquilas. Acuérdense de la mirada risueña de Sarah en las primeras secuencias porque jamás volverá a aparecer.
¡Qué niño no ha soñado con atravesar una abertura secreta que le conduzca al escondite perfecto, a la cuarta pared! Otra cosa es que, con la mejor intención, te introduzcan en esta madriguera a golpe de defensa salvadora. Si, además, en medio se encuentra una redada montada por cazadores de judíos escondidos, la ocultación parece justificada; incluso podría ser defendible. Cosas de chiquillos, dirían unos; juegos de mayores, creo yo. La lágrima recorre el vacío en una carrera henchida de sentimentalismo y conflictos personales mezclados en épocas distintas y distantes. Sarah, marioneta de este cuadrilátero, es la liebre que huye en otro apresamiento nazi con ayuda del
colaboracionismo galo de Vichy. La novela de
Tatiana de Rosnay plantea líneas argumentales destinadas a encontrar una ganzúa peregrina que salta con presteza visual desde el 16 de Julio de 1942 al París de 2009. Se habla de una guarida menos divertida que la de Giosué en
La vida es bella como elemento recurrente para la ocultación en tiempos de guerra mientras el hermano pequeño de Sarah espera la recompensa de su paciencia.